El 10 de mayo de 1995 yo tenía que estar en París. Trabajaba en El Periódico de Aragón desde hacía cinco años y firmaba todos los lunes una sección que se titulaba ‘Fiebre en las gradas’, como el libro de Nick Hornby. Tenía que estar en París, me habían mandado acreditación pero la usó otro compañero. De eso, en realidad, me enteré algo después. Así que viví aquella noche con un gran entusiasmo y sin ningún rencor en La Iglesuela del Cid. Con toda la ilusión del mundo.
Aquel Real Zaragoza impresionaba por todo: por su bloque, por su amor al buen fútbol, por sus figuras que eran varias: Pardeza, ‘Paquete’ Higuera, Esnáider, Santi Aragón, etc., aunque mi preferido era Nayim. Lo había visto en el Barcelona, en el Tottenham, y cuando vino al club blanquillo estaba feliz: poseía una técnica depuradísima, era inteligente y fino, y tenía siempre algún recurso de mago sigiloso. En realidad, todos tenían una gran calidad. El elenco dirigido por Víctor Fernández era un equipo armonioso. Comprobé como otros amigos y como muchos aficionados que aquel conjunto producía música cuando empezaba a combinar, a triangular, a desbordar por las bandas en el estadio de La Romareda. Parece una exageración, pero no, era exactamente así: jugaba como una orquesta afinada de toques.
El partido fue bonito. Intenso. Jugado de poder a poder. Esnáider abrió el marcador e igualaron los ingleses del Arsenal, donde la estrella más visible era su goleador Wright, que aquella noche no marcó; lo hizo John Hartson. El Zaragoza generó más ocasiones, pudo haber sentenciado en los 90 primeros minutos, pero el choque se fue a la prórroga. El campo era una fiesta blanca y azul, por lo menos para mí. Notaba más a nuestros futbolistas que al rival a través de la televisión.
La prórroga fue emocionante y bella. Digna de una gran final. Asistí como todos al pequeño barullo de los cambios; parecía, sí, en un momento determinado que iba a ser relevado Nayim. Pero cuando vi que se quedaba en el campo me tranquilicé. Seguimos ahí, afanosos del triunfo que no llegaba. Tras casi media hora de toma y daca, se vio que el choque debería librarse en los penaltis. Y en ello estábamos ya, pensando quién debería lanzar la pena máxima. En esas, hacia el minuto 119, un despeje a media altura le llegó a Nayim, escorado hacia la derecha, muy cerca de la línea que divide el rectángulo de juego. Este, lo vi perfectamente, antes de recibir el esférico, miró a lejos y calibró los casi 50 metros de distancia: paró el balón con el pecho, lo bajó suavemente, lo acomodó y lanzó aquel obús cargado de intención. Lo tuve clarísimo. Y mis hijos Jorge y Diego lo podrán contar: en cuanto disparó hacia los aires, me puse a gritar desaforado: “Gol. Gol. Gol”.
Me había parecido muy claro que Nayim había tenido una intuición genial, y no me dio tiempo a nada en algo más de dos segundos. Ni a recordar desde cuando amaba este equipo: desde niño en el salón de mi casa con mi ejército de botones, desde que admiraba a Violeta, García Castany y Jordao. El balón se elevó y luego se desplomó. David Seaman, el arquero del mar, retrocedió pero no tuvo tiempo: el impacto cayó como un mazo y se desplomó en la red. La temeraria ejecución salió perfecta. Gol, gol de Nayim. Y yo estaba radiante, feliz, henchido. El Real Zaragoza conquistaba el Recopa con el gol del siglo. Con un gol de artesanía, visión, clase y precisión, con toda la intuición del elegido. Un gol que empujaron los aficionados de París y los de medio mundo y el cierzo que peina el Ebro.
Creo que no lloré… Estaba contentísimo. Al día siguiente, a modo de balance, redacté una visión del choque. Y se publicó en las páginas de Deportes de ‘El Periódico de Aragón’. Lo que son las cosas: a ese texto le dieron el accésit de los premios que convocaba anualmente la Real Federación Española de Fútbol. Me invitaron a pasar una noche en el hotel Ritz y alguien me dijo que en la habitación donde me alojaba había pasado algunas noches Ava Gardner.
En la cena, me preguntaron algunas cosas en la mesa que compartí, entre otros, con un periodista que admiraba mucho: Luis Gómez.. Y yo, todo orgulloso, dije: “Estoy aquí por el gol de Nayim. El gol más bonito de todos los tiempos”.