A 250 kilómetros por hora un arco de piedra se ve pequeño, muy pequeño. Se cruza en una fracción de segundo, o no se cruza. Porque cuando tu vida cabe en un agujero de 7 metros de alto y 4 de ancho el margen de error no existe. Un agujero de piedra y un tío con un traje de alas. La mirada al borde del precipicio. Si salta, un 50% de posibilidades de hacer historia. Si salta, un 50% de posibilidades de terminar con su vida en segundos. Alex Villar es de los que historia. En septiembre de 2019 despegó desde un punto de la Sierra de Partacúa en el Pirineo oscense y atravesó el Arco de Piedrafita. Con su traje de nailon y horas de preparación a las espaldas Alex rezó un ready, steady, go y para abajo.
Los que han conseguido esta proeza se cuentan con los dedos de una mano y ahora Alex es uno de ellos. Para muchos, los ¡locos’ del traje de alas. “Es normal que la gente piense que estamos locos o que nos vamos a matar, porque visto desde fuera es una locura”, comenta Alex.
Este deportista pensó por primera vez en volar a más de 5000 metros de altura y a muchos kilómetros de casa: “Hace años me dio por escalar el Kilimanjaro. Cuando tenía que bajar pensé joder, que coñazo, esto es muy lento. Me informé y la forma más rápida de bajar era volando. Dije que no volvería a bajar una montaña de una forma tan monótona. Así me introduje en el salto base”.
Qué tendrá volar. Ese superpoder tan cotizado entre los niños que se lleva la corona seguido muy de cerca, eso sí, por la invisibilidad y viajar en el tiempo. “Lo que sientes al volar es una pasada. Cuando vuelas estás flipando, estás en un medio en el que sólo pueden estar los pájaros”, afirma Alex. “La vida sin motivaciones no es nada y en mi caso son así de bestias. A mi me hace feliz pasar por un agujero o escalar una montaña para buscar un salto mucho más guapo”, añade.
Algunos, como Alex, han pagado el precio del riesgo. Un alto coste que la mayoría no suele estar dispuesta a pagar. ¿Por qué ellos sí? ¿Por qué el factor que pone en riesgo su vida es el que les engancha? El psicólogo deportivo Fernando Gimeno explica que “hay personas que tienen una especial apetencia a la búsqueda de sensaciones y que, para encontrarse bien, buscan estímulos”. La también psicóloga deportiva Patricia Villanueva añade: “Cuando nos exponemos a una situación de riesgo se produce un aumento de la adrenalina que provoca una activación de nuestro sistema de alerta y, lleva aparejado un aumento de dopamina, un neurotransmisor que provoca sensaciones de placer y bienestar. Por ello, algunas personas perciben estas situaciones de riesgo como muy excitantes y placenteras y tienden a exponerse a ellas”.
Blay Olmos junior es otro de ellos, de los que buscan sensaciones fuertes. Empezó a volar en ala delta cuando tenía 15 años. Ahora tiene 32 y ha sido cinco veces campeón de España. La última en 2019 con un duro competidor en segunda posición: su padre, también Blay Olmos. Con más de media vida saltando, Blay junior cuenta que “al principio notaba como cuando te tiras a la piscina y sientes una subida dentro de ti, algo diferente. Pero ahora ya no lo noto. Cuando hago una maniobra nueva es cuando lo vuelvo a sentir. Ahí es cuando llega una subida fuerte de adrenalina y se te acelera el corazón”.
El caso de Blay hijo es lo normal: “El cuerpo del deportista se acostumbra a estas sensaciones. Por eso, algunos deportistas necesitan ir buscando nuevos retos para volver a sentir ese chute de adrenalina”, explica Patricia Villanueva.
¿El mayor reto posible? El proximity. Un deporte tan impactante como peligroso. Con unas cifras de accidentes tan escalofriantes como los vuelos que las engrosan: uno de cada 60 saltos es fatal. El cocinero Darío Barrio puso una cara conocida a los números en 2014 cuando su paracaídas no se abrió. “En el wingsuit el problema está en que no solo saltas, sino que también intentas aproximarte al relieve. Cuando tratas de pasar por un orificio a 180, 190 kilómetros por hora no hay margen de error. Si te equivocas, como le pasó a Darío, no hay marcha atrás”, comenta Blay senior y añade: “Si mi hijo diera algún paso hacia el proximity sí que se complicaría todo y tendría miedo”.
El campeón y el subcampeón de España de ala delta: padre e hijo. Cosidos por el riesgo, pero con una percepción distinta. Quizá la que te da la edad. Blay junior no descarta probar el proximity: “He pensado en hacer salto base, pero con mucho respeto y con sus tiempos. Sería una locura y tendría miedo de hacerlo antes de tener controlado una salida estadio. Va todo paso a paso, pero por supuesto que lo voy a hacer”.
Muy pocos deportes cuentan con una dupla familiar en el podio. Y muy pocos padres consideran, como Blay senior, despegar del ala delta como “algo casi rutinario, como salir del portal de casa”. ¿Qué pensaría su madre si le dijera que va a tirarse desde un avión? ¿Qué le diría si su nuevo hobbie fuera meterse en un ala delta y volar durante horas?
Me imagino que su madre no acostumbra a sobrevolar el relieve pirenaico y que sus palabras serían parecidas que las del padre de María Nicolás, paracaidista: “Mi padre me dice que ya me podría gustar jugar al ajedrez”. Añade: “al principio lo llevaban fatal y me lo llegaron a prohibir. Ahora mismo lo toleran, pero al principio lo odiaban. No eran capaces de entenderlo”.
Blay Olmos sí que es un padre que salta desde un avión y no pasa miedo cuando su hijo despega. Quizá porque es uno de los mejores del mundo. Quizá porque al acabar el instituto le consiguió un trabajo en Australia en una de las mejores fábricas de ala delta del mundo. Quizá porque ahí voló con los mejores y se convirtió en uno de ellos. Quizá porque con tan solo 20 años coronó el Forbes Flatland Challeng. Y, solo quizá, porque ver las cosas desde dentro cambia la percepción del riesgo.
Cuando María Nicolás empezó sus primeros cursos de paracaídas estaba aterrada. Miraba el deporte desde fuera, con la mirada puesta en el vacío y el miedo muy dentro del cuerpo: “me arrepentía de haber pagado el curso antes de cada salto”. Salto tras salto el amenazante vacío se fue convirtiendo en su medio de vida y el pánico se difuminaba en la inmensidad. Esta vez, María miraba el deporte desde dentro.
Ya había caído en el harén del riesgo. Ya se había enamorado de volar: “Sin volar me faltaría algo. Cuando estuve sin poder saltar 9 meses porque me rompí el hombro busqué otras alternativas: hice parapente en tándem, puénting con el hombro operado. Al final buscaba esa sensación”.
Cuando a Blay junior le preguntas qué significaría para él no volver a volar, la respuesta es clara: “No me imagino una vida sin volar. He sacrificado muchas cosas: parejas, quedar con los amigos los fines de semana. No puedes salir de fiesta y luego estar a las siete de la mañana en el aeródromo. No puedo vivir sin estar ahí arriba”.
Una vez más. Campeón y el subcampeón de España de ala delta: padre e hijo. Cosidos por la necesidad de vivir en el aire: “No se vivir sin volar. Si no vuelo en una semana no estoy a gusto, no duermo bien, me cambia el apetito. Después de tantos años, le has generado a tu cuerpo una adicción al deporte”, asegura Blay senior.
El psicólogo Fernando Gimeno relaciona estas conductas con una característica de la adicción: “la alteración de los ciclos del sueño o el sentimiento de no poder vivir sin practicar ese deporte hace referencia a uno de los criterios que componen la adicción y que se identifica la aparición del síndrome de abstinencia, ahí ya tenemos un 50% de lo que podría ser una adicción”. Y añade: “Si, además, nos encontramos ante una situación en la que el deportista cada vez necesita más dosis… Entonces hablamos probablemente de una adicción”.
Blay Olmos junior reconoce el componente adictivo del riesgo: “El riesgo es totalmente adictivo. El tiempo que estuvimos confinados fue muy duro para los que nos dedicamos a esto. Hemos notado que es súper adictivo”.
Sin embargo, diagnosticar una adicción no es tan sencillo. “Los seres humanos no nos sentimos bien si hacemos siempre lo mismo. Esa necesidad de cambiar de actividad puede confundirse con el necesito más que sería el componente de tolerancia de una adicción”, explica el psicólogo.
Tolerancia y dependencia: un cuerpo acostumbrado a la sensación de peligro llevado a la constante búsqueda de placer y satisfacción; a la liberación psíquica y física; al aumento de la autoestima. Unas sensaciones con doble cara: felicidad y enganche a manos de la famosa triada: serotonina, adrenalina y dopamina. Vida a costa de bailar -o más bien- volar con la muerte.
La necesidad de vivir al máximo puede llevar a estos deportistas a poner su vida en verdadero peligro. Es lo que se conoce como ilusión de control: “Es la creencia que tienen estas personas de que pueden dominar la situación y que los lleva, finalmente, a exponerse aún más a las situaciones de alto riesgo”, comenta Patricia Villanueva.
Y si hay una actividad que destaque por su riesgo es el proximity, el deporte más peligroso del mundo. Para muchos, el de “los locos del traje de alas”; los que viven a costa de bailar con la muerte; los de los saltos imposibles. Y entre esos saltos, tenemos el de Alex.
¿Merece la pena jugarse la vida por esos segundos? Alex Villar, responde: “En este momento de mi vida sí. Ya he pasado 3 veces el agujero -Arco de Piedrafita- y lo volvería a repetir”. Afortunadamente, tanto en el proximity como en el resto de prácticas que engloban el vuelo libre cada vez son menos los deportistas que le conceden ese vuelo a la muerte.
Los materiales han cambiado desde que André Jackes Garnerin se lanzara con una tela de seda rodeada por un armazón en 1797: “El equipo que tenemos ahora no es, para nada, el equipo que había hace cuarenta años. Es muy difícil tener un accidente: a mi instructor de túnel de viento, al salir del avión, le dieron un rodillazo. Se desmayó y su campana se abrió automáticamente con un dispositivo que se llama cypress. Aunque te desmayes tu campana se va a abrir”.
Sin embargo, las cifras siguen ahí. El maldito y querido riesgo sigue ahí: “Por desgracia, cuando llevas tiempo en el deporte, tienes amigos o conocidos cercanos que han tenido un accidente que ha sido fatal. Yo tuve uno con el que podría haber perdido la vida. Pero tuve suerte y mi experiencia me hizo poder salvarme”, lamenta Alex.
Y la pregunta del millón: ¿no tienen miedo? El miedo es el salvavidas de aquellos que ostentan el superpoder de volar. Es la diferencia entre el inconsciente y el cuerdo. Y, lamentablemente, a veces, la distinción entre los vivos y los muertos: “Tenía amigos que los veía y decía joder, macho, no tienes miedo y ahora ya no están”, comenta Blay junior.
Una opinión que Alex Villar subraya: “El miedo es necesario y muy importante en este deporte. Es lo que te mantiene alerta y te hace estar concentrado para que todo salga bien. La confianza es muy peligrosa”.
Tan peligrosa como los deportes de su corazón. La de estos “locos” que saltan a más de mil metros desde un avión. La de los que se meten en un traje de alas y sortean pinares a 200 kilómetros por hora. La de los que no entienden su vida sin volar, pero que en algún momento tendrán que hacerlo.
Los que viven su vida con intensidad. Quizá porque no sepan hacerlo de otra forma. Quizá porque el peaje para vivir una vida “normal” sea más caro que adaptar su pasión al paso de los años. Sin embargo, la edad no perdona.
Envejecer es el agonizante camino al patíbulo para las aficiones de aquellos que no saben quedarse en casa (de ello se salvarán los amantes de la lectura, los cinéfilos y los parroquianos del bar). Quizá entonces sea el momento en el que María Nicolás reconduzca, finalmente, su tiempo libre al ajedrez. Pero la retirada, desde dentro, no parece una opción: “Estuve saltando en California y veía a gente de 80 años saltando. Al final no hay un límite de edad siempre y cuando seas consciente de tus limitaciones. Tampoco hace falta tener un físico específico para practicar este deporte: conozco a un saltador al que habían operado de un tumor cerebral y tenía paralizado medio cuerpo. Y, aun así, conseguía, con entrenamiento en túnel, caer estable y abrir la campana”. Parece que el ajedrez nunca va a ser una opción.