En el fútbol -como en cualquier deporte-, la figura del entrenador tiene una gran importancia. Los entrenadores manejan una idea, un estilo, una forma de trabajar según sus preferencias, con aquello con lo que se sienten identificados, y que moldean según los recursos con los que cuentan y los rivales a los que vayan a enfrentarse; según la plantilla y la exigencia de la propia competición. Todo ello es una pequeña parte del todo, no más del 30% de un porcentaje aglutinado en su mayoría por el rendimiento individual de los futbolistas, lo que a la postre define el rumbo de un equipo.
Los anteriores son todos los factores que llevan al éxito o al fracaso. Que permiten que unos triunfen y otros pierdan, que unos lideren y otros desciendan. Que unos sean recordados y otros caigan en el olvido. Así, los entrenadores hacen todo lo posible para que el jugador, el único capaz de terminar tocando la varita, tenga esa bonita posibilidad.
Pero los entrenadores no dependen solamente de su buen hacer, pues son totalmente incapaces de decidir un triunfo o evitar una derrota… por algo tan simple: no son ellos quienes juegan. No tienen la posibilidad de parar un penalti en el añadido, o de convertirlo, o de materializar al menos una de las tantas ocasiones que su conjunto genere. El entrenador no gana ni pierde partidos ni títulos; tan solo tiene al alcance de su mano acercar al colectivo al objetivo. Porque, los que lo hacen, son los futbolistas, de ahí que este deporte lleve su nombre.
Y, por ello mismo, los entrenadores no hacen milagros. Aportan información, ofrecen recursos y ayudan con todas sus fuerzas, como si de una irrisoria labor social se tratase. Su única preocupación radica en la satisfacción del conjunto por el que se desviven día a día y su juez, el que valora su trabajo, no es otro que unos resultados… que ellos no pueden decidir. En eso consiste su función: en tratar de esquivar constantemente la crueldad.
Francisco -y su cuerpo técnico- en Huesca está haciendo todo lo posible por sacar unos resultados que, a final de temporada, le permitan cumplir un soñado objetivo. Y el hecho de experimentar jornada tras jornada que hay más piedras que camino lo llevan a una constante frustración que parece no contempla una salida y cuyo remedio no está en su mano.
Es un constante círculo vicioso que hace dudar. Porque ganar depende de todo lo anterior; de la maduración, el talento, la suerte y el momento de inspiración. Lo único que puede controlar el entrenador es el rendimiento alcanzado y eso, salvo algún matiz, a la vista está.