ZARAGOZA | El Real Zaragoza empató en el estreno de Gabi Fernández, en un partido agónico, en otra marcha sobre el desfiladero. Empató en la agonía, cuando el cuchillo ya estaba en su garganta. Y las tablas se explicaron mejor a través de su estadio, de una afición conmovedora e incondicional. La grada se llenó de color y sirvió para acortar las distancias. A su manera, el estadio logró provocar un penalti. Y lo hizo en el punto exacto en el que todo parecía perdido. Curó así su mayor herida: una fractura social que le situaba directamente en Primera RFEF. Con la afición será también difícil, pero sin ella sería imposible.
Gabi Fernández elogió el papel de La Romareda en el partido, valoró el lugar que había tenido en el empate. Su llegada ha servido para pacificar el ambiente, para recoger los cristales rotos. No fue un estreno ideal, ni en el resultado ni en las formas, pero el Real Zaragoza pareció un grupo más comprometido e implicado. Estuvo atenazado por el miedo y sujeto por mil cadenas, pero nunca reguló su esfuerzo. Mostró sus temblores y todas sus limitaciones, pero se comportó como un bloque. Fue un equipo al fin y al cabo. Y eso ya es mucho más de lo que había sido hasta ahora.
En estado de emergencia, con el resultado en contra y a solo 10 minutos del final, La Romareda supo reanimar al equipo. Bastó un córner para provocar una explosión, para que el rival dudara y la afición se encendiera. Boca a boca. Forzó medio penalti y Soberón se encargó del resto. Algunos no miraron el lanzamiento y, de espaldas al campo, se detuvieron en los ojos de la hinchada. Pareció el resumen ideal del partido: para ellos el gol se cantó antes en la grada que en el césped. Y fue precisamente desde ese lugar desde donde se empezó a marcar el empate. Ese momento dejó una conclusión que nunca debe ser olvidada: a este Zaragoza solo lo puede salvar su gente.