ZARAGOZA | Cuando iba a la Romareda hace apenas unos años, ya con uso de razón pero en plena adolescencia y siempre con más tiempo del que tengo ahora, llegaba al calentamiento. Unos 25 minutos antes del comienzo de cada partido. Los porteros siempre salen a calentar antes que los jugadores. Todo ese momento se congelaba cuando veía salir a Cristian Álvarez, con el 1 y ese característico puño arriba siempre que pisaba el verde para augurarnos grandes paradas. Cristian, aquel que nos llevó a soñar.
Una canción sonaba cuando los porteros calentaban. No sé muy bien por qué, pero el idilio era perfecto y prácticamente en los mismos lugares de la escena espacio-temporal: “Una foto en blanco y negro”, de David Otero y Taburete, salía por los altavoces de la siempre preciosa Romareda. Mi oído estaba pendiente de la canción, mientras Cristian Álvarez simplemente calentaba. Mi mirada, centrada en él: ¿cómo me puede transmitir tanto orgullo este señor?-pensaba yo en mi interior.
No pensaba que años después alguna frase de esa misma canción se correspondería con un adiós tan doloroso, tan triste y a la vez con tanto orgullo de poder contar con el mejor guardameta de la categoría. Simplemente el hecho de escucharla ya me hace recordar a Cristian, soñar con volver al pasado y que todo acabe distinto. Daría una explicación, pero lo bonito de la vida es que muchas veces nada la tiene, y en la búsqueda de ello encontramos el sentido de todo.
Mi uso de razón me autoriza a decir que es el mejor portero que he visto en La Romareda con la camiseta del león. Y eso, simplemente se lo ganó él. Con su corazón y su cariño hacia un escudo que le guardaba el lugar más especial de su carrera. Seguramente la canción no se corresponda con ningún aspecto futbolístico, pero sí que me lleva a esas tardes en las que disfrutaba de ver a Cristian defender con orgullo y pasión a mi equipo, a mi vida. Lo que defiendo con tanto amor.
Cristian Álvarez, leyenda
“Ver la vida sin reloj”, decía la canción. Y eso, precisamente, es lo que conseguía Cristian Álvarez cuando jugaba el Real Zaragoza. No existía el cronómetro. Sus paradas, siempre brillantes, invitaban a disfrutar de la vida en el lugar más especial y con un amor propio al alcance de muy pocos. Su defensa de la Puerta del Carmen hacía que el tiempo se congelase y solo pudiese sentirme identificado con quien paraba. Como si cada acción fuese de los 25.000 aficionados que respirábamos a la vez que él para defender el escudo del león. De nuevo, Cristian permitía soñar.
Allá por marzo de 2018, en El Sadar, viví en mis propias carnes lo que es sentirte identificado en el sentido más literal de la expresión. “Y me quedé pensando, que tienen esas manos”- decía la canción. Esa tarde mi mente se preguntaba qué tipo de magia guardaban los guantes del portero argentino. Un recital de paradas sirvió para regalarnos una tarde increíblemente feliz a mi abuelo Ángel y a mí, que vibrábamos con cada parada que hacía Cristian, que sentíamos como nuestra cada acción. Esa tarde, sentí que era el año. Que había llegado el momento de confiar en que volveríamos. No fue así, pero si en algún momento hubo alguna opción de rozar el cielo, fue gracias a él. Y, abocados a conocer el infierno, se vistió de ángel en Lugo para permitirnos respirar.
Un buen amigo mío siempre dice que el Real Zaragoza salvó a Cristian Álvarez una vez, pero que Cristian lo hizo muchas más veces con el Real Zaragoza. Lo salvó y también le permitió soñar. Si a día de hoy mi vida continúa al lado del equipo de mis amores, con el que vibro desde el día en que nací, es gracias a todas esas intervenciones y paradas de un tipo tan enorme que su sombra siempre cubrirá los palos y las redes de la Romareda. No habrá nadie como él, jamás. Pero lo importante es que todos querrán serlo.
Bandera y orgullo, nobleza y valor.
¿Quién diría que el himno no lo escribió Cristian en otra vida?
Gracias, Cristian, por permitirnos soñar.
Por salvar una y mil veces al club de mis amores.
Gracias, Cristian. Muchas gracias.