Hay un punto de fatalidad en las derrotas del Zaragoza. Se vuelven cíclicas, casi irremediables. No importa el planteamiento o el nudo, para alcanzar siempre el mismo desenlace. El Real Zaragoza perdió ante el Cartagena en La Romareda (0-1) y encadena tres jornadas sin vencer y dos derrotas en el camino. Cayó cuando tuvo todo para ganar, desperdició media docena de ocasiones y cerró su regreso al Municipal con el mismo llanto de siempre.
El anuncio de la salida de Luis Carbonell, definitiva a una hora del comienzo del partido, fue el peor de los presagios. No solo por la ilusión que generaba el talento de un futbolista diferente. Sino porque su cesión sirve como mensaje de una institución que se ha vuelto fría y arrogante, capaz de vender su patrimonio antes de haberlo probado. Unas horas más tarde y un partido después, el Zaragoza de JIM se estrelló ante un equipo práctico, simple, sin alardes. Al Cartagena le bastó una falta para generar confusión en el área de Cristian Álvarez, para que Gámez se perfilara tan mal como para introducir el balón en su propia portería.
Antes y después del tanto visitante, el Zaragoza había arrinconado a su rival. Merodeó, buscó sin éxito. Ganó la línea de cal, progresó por fuera pero los centros de Chavarría o de Fran Gámez pidieron un remate que nunca llegó. Ni Narváez ni Bermejo ni Borja Sainz embocaron goles que en otras porterías se cantan solos.
Hubo quien miró entonces a Alberto Zapater en busca de un referente. La suya era una imagen especialmente dolorosa. Había regresado a La Romareda, como si desafiara al tiempo y a las leyes de la lógica. Lo hizo con una ilusión febril, mostrando que aún maneja los secretos de este juego. El capitán leyó el partido, ganó duelos, apareció por sorpresa en zonas intermedias. Puso todo de su parte y no fue suficiente. El equipo nunca superó su salida del campo; se solapó en ataque, se desesperó en exceso. Creyó en la corneta y no en el método. La rabia final de Zapater refleja también las posibilidades de la plantilla y la impotencia de la grada, acostumbrada ya a pequeñas y grandes tragedias.
Después de la jornada, el Zaragoza se sitúa en la zona del descenso. Falta un mundo y hay signos para creer que el fútbol le ofrecerá todas sus revanchas. Pero tres partidos después, cuesta mirarle para otra causa que no sea la permanencia. Y la afición, mientras tanto, sigue sin entender los motivos de su desgracia. Teme estar cultivando enemigos en su vientre y cree que lucha contra algo más que un par de porterías embrujadas.