ZARAGOZA | A veces tengo la impresión de que el Real Zaragoza acierta más con el eslogan que con el fútbol. Es un fenómeno habitual en el deporte, en un juego en el que se pierde mucho más de lo que se gana. Elegí un buen día para volver a La Romareda, al lugar de los aficionados. El Zaragoza jugó uno de los partidos más inteligentes de la temporada y Fran Gámez marcó uno de los goles más bonitos del curso. Pero reconozco que eso no fue para mí lo más emocionante. Alejado de las mesas de prensa, me impresionó el espectáculo que se escribe desde las gradas. El cántico constante, el baile a sol y sombra.
Los fríos registros proponen un número de asistentes al partido ante el Granada: 15.504 espectadores. Descubro entonces que esa cifra puede hacer mucho ruido. Detrás de ese dígito se esconden muchas historias. Y todas tienen un punto conmovedor. La felicidad de la mayoría de esas personas depende del resultado de su equipo. Me gusta que al acabar el encuentro se vayan alegres, tras ver que su equipo rompe el maleficio ante los aspirantes. Me gusta que un juego que no entiende casi nunca de justicia haya sido justo con ellos por un día.
Durante el encuentro, observo a los espectadores que me rodean. Los hay de todas las clases: familias completas, madres con sus hijos, padres que acompañan a los suyos, abuelos que disfrutan de sus nietos o amigos que han comprado juntos sus abonos. Me detengo en los más cercanos. Una hija le dice a su padre que le gusta que juegue Jaume Grau, porque así Francho Serrano tiene tiempo para ser Francho Serrano.
A mi espalda, dos niños se quejan de que el partido es demasiado aburrido. Temo que de vez en cuando le sean infieles al Real Zaragoza con la Kings League. A mi izquierda, un niño le advierte a su madre de que si sigue gritando tanto se va a quedar afónico. “Oigo más a los de El Gol de Pie y estamos casi en el otro extremo del estadio”. El niño se lo toma como un desafío y su voz nunca se detiene.
Fútbol desde la butaca
El sol abrasa la grada en la que estoy y el público quiere animar a Iván Azón tras fallar un gol a puerta vacía. Un adolescente le dice a otro “esa yo la marco”. El segundo le responde: “la habrá fallado, pero es increíble todo lo que le da a este equipo”. La discusión se interrumpe con una carrera de Giuliano Simeone, que levanta al público de su asiento. “Es rapídisimo”, le dice un niño a su padre. Poco después, le hace una pregunta que él se toma muy en serio: “¿Crees que alguna vez seré tan rápido como él?”. El padre se ríe y le contesta: “Yo creo que sí”. El hijo se enfada ante la respuesta condescendiente de su padre y mira por un segundo su barriga: “Creo que eso va en los genes y tú tampoco eres Simeone”.
La sinfonía del partido admite reproches a los jugadores, al rival y al árbitro. Alguien le pide a Bebé que suelte el balón antes y se entusiasma con el regate que hace más tarde. Y todos gritan y aplauden en el punto exacto en el que el tacón de Bermejo encontró el exterior de Fran Gámez. Celebran el tanto con locura y hacen suya la versión de “Freed from desire” que suena desde la megafonía. Es el gol, el canto más feliz que ofrece este juego, un instante de éxtasis personal y compartido.
Un eslogan feliz
Muchas veces la afición por un equipo parece un sentimiento hereditario. Lo pienso al ver como una madre le perdona a su hija que no acierte con el ritmo más bonito que tiene el himno del Real Zaragoza. Ella siempre palmea a contratiempo las Palmadas al viento. Su madre se ríe y le ofrece un consuelo: “Tranquila, la ensayaremos en casa”. Se me ocurre entonces una tesis totalmente arbitraria: el zaragocismo me parece la más bonita de todas las causas.
Al acabar el partido, con la victoria ya cerrada, le propongo al señor que tengo al lado una síntesis de todo lo que he escuchado antes: “El Zaragoza siempre será mejor que la Kings League. Azón no ha marcado, pero le da un aire tremendo al equipo. Simeone es más rápido que nadie y Serrano es la llave de este equipo: hoy se ha parecido a sí mismo”. Veo que mi resumen no tiene demasiado éxito y buscó un comentario más ingenioso: “Por su aspecto, Francho parece que acaba de llegar del Mundial de Alemania 74”. “Sí, se parece a René Houseman. Los dos se mueven como las olas en el mar”.
Si el Zaragoza es un sentimiento que va de padres a hijos, descubro en ese momento que el señor que me acompaña a mí es uno de los más singulares.