ZARAGOZA | Víctor Fernández protagonizó una rueda de prensa para la historia. Dimitió en diferido y la decisión se hizo irrevocable horas más tarde. Tras su comparecencia, había preguntas pendientes, más enigmas que respuestas. Su cuarta etapa quedará marcada por sus ruedas de prensa, desde el inicio hasta el final. La primera fue emocionante: Víctor descubrió su sentimiento, también toda su fragilidad. Entonces dijo mucho en todo lo que dijo y más en lo que no pudo decir. Ayer dijo más de lo que probablemente quería haber dicho.
No pareció una respuesta meditada ni racional. Sí una consecuencia directa de la frustración, también un acto de zaragocismo. Víctor ha hecho algo que ningún entrenador del fútbol moderno suele hacer: admitir que no es capaz, darle prioridad a sus colores frente a su contrato: “Soy zaragozano, soy zaragocista y sufro con el Real Zaragoza. No soy lo suficientemente bueno para corregir esta situación. Le diré al presidente que me aparto a un lado. Lo digo por amor al club”.
El Zaragoza perdió un partido que nunca se puede perder. Y un partido que todos creímos que acabaría perdiendo. Fue, una vez más, la profecía autocumplida, el registro de una tragedia, la señal de una maldición. Algunos creen que Víctor ha ganado el último relato a través de su discurso, con su renuncia. Su defensa siempre fue el mejor ataque y su mensaje, la mejor huella. La directiva ya sabe que no hay marcha atrás, y tras la junta de accionistas de hoy, el final ya estará escrito. La propiedad eligió a Víctor Fernández como un ícono y un escudo, pero el técnico descubrió algunas cosas: que es zaragozano y zaragocista y que tiene voluntad y vida propia.
No hubo gloria en su último baile. Y uno no sabe si a su marcha le seguirá un triunfo, una guerra civil o un desierto.