En infantil. Contra el Colegio Costa. Y la prestigiosa Copa Social. Poco más. Quizá algún torneo de la chapa. No recuerdo jugar muchas finales deportivas en mi vida. Cosas de ser más malo que un ‘unfollow’ con la pelotita. Llegar a estas cotas no es sencillo. Son acontecimientos únicos donde se mide la capacitación competitiva.
Finales, finales, el Casademont en su corta historia ha jugado un puñado. Una Copichuela del Príncipe (2004) y una Supercopa (2008). Chimpún. Playoff ya se cuentan con los dedos de las dos manos. Las eternas en la LEB, cuatro fases de Copa, con solo una semifinal, y en la ACB otras cuatro se ha metido en la ronda de campeones, con dos semifinales. Esta semana ha añadido una más en la Basketball Champions League. Es la primera vez que ha llegado tan lejos en un tinglado continental. Recordemos que con el añorado Pepelu Abós no se pasó de la segunda fase en la ULEB y con Joaquín Ruiz Lorente se alcanzó los octavos en una trayectoria de mérito.
Ahora se ha superado ese escalón. Pocas veces este club había llegado tan alto. Al collado. Faltó la rampa hasta la cima. Algo definitivamente dificilísimo. Reservado a uno. Y normalmente hay que llegar varias veces a este punto para aglutinar el músculo necesario para apechugar con el reto de levantar la Copa. Esta debe servir de “lección”, poniéndola entrecomillada por las extrañas circunstancias previas a esta edición.
Es palmario que otra Final a Ocho se hubiera ejecutado antes de la pandemia. Y que la clasificación a Atenas fue fruto de una plantilla distinta, parecida, pero distinta, a la que la jugó. La que era la cita decisiva del final de temporada se convirtió en la entradilla de la siguiente. Todo muy loco.
Leí en una encuesta en twitter, el bar donde todos opinamos a gritos, que ni Blas confiaba en que Casademont pasaría de primera ronda. Que el Tenerife, que le había ganado en la prórroga unos días atrás, se le comería el pastel. Para nada. Partidazo serio, mucha defensa y los hombres clave sumando en ataque. Hasta Jason I el histérico tomó valeriana y se dedicó a sumar en vez de a empujar.
Subidón. Que si somos la leche, que jugando así somos imparables, que las dudas que algunos veían se iban a disipar. Que va. Llega el AEK y la solidez atrás se esfuma, los anotadores se encogen y encima se lesiona Sulaymon. El último partido, por la pasta gansa, rebajó la cota de entusiasmo en tres días a la catástrofe absoluta. A los leones.
Esa mala sensación se alimenta de un presente que no deja ver el más allá. Es fruto de un foco desenfocado, de no calibrar bien quién es el Casademont (proceso de consolidación de un proyecto deportivo nuevo, adaptación de jugadores clave, lesiones, nivel presupuestario con otros rivales…) y quién ha sido. Esta supuesta decepción radica más en las impronta de las ilusiones fabricadas en cuartos, en la irregularidad del grupo y en la presunta falta de actitud ante el Dijon. Encima que gane Burgos azota más el desasosiego por el reflejo del vecino que no es mas que tú. Y sí lo es. Al menos esta semana.
Ahora empieza una nueva temporada, sin esas prisas por abrazar una oportunidad histórica que, con el tiempo, dirá que el Casademont mejoró su clasificación en Europa y que, quizá, fue la antesala de algo más gordo. O no. Quién sabe.
Empieza una nueva temporada donde corregir esa pasmosa irregularidad, donde Diego Ocampo debe hacer corriente los detalles buenos que se vieron ante el Tenerife, la segunda parte de Gran Canaria, fases ante el Madrid y previamente en la pretemporada, donde diseminar los roles, solidificar el mensaje, tomar forma. Una temporada donde el club deberá corregir las ausencias por lesiones, forzándose a incorporar unbase, a un cupo y seguir analizando a los jugadores que están siendo puestos en duda a primeras de cambio. Hablamos de Jason Thompson. Una temporada que no puede acabar ya, sino continuar, porque, pese a que ha habido una fase final para abrir boca, esto no acaba más que empezar.