ZARAGOZA | El Real Zaragoza empató ante el Levante (2-2) en un partido que siempre estuvo en su poder. Puso bocajo el encuentro en el último tramo de la primera mitad, pero se cayó en una franja de la segunda de un modo inexplicable, vencido por unas fuerzas que ya nadie entiende. Perdió una ventaja que debió guardar, un triunfo que ya estaba en su bolsillo. Los goles de Víctor Mollejo y Maikel Mesa fueron igualados en dos chispazos, con la firma de Fabricio y Brugué.
El Real Zaragoza inició el partido con tensión. Volvió a ser un equipo mixto, capaz de cambiar su piel durante las jugadas, pero mantuvo la intención que definió el estreno de Velázquez en La Romareda. Fue un equipo intenso, aplicado y comprometido. En su dibujo, hubo un cambio esencial. Jaume Grau sustituyó a Marc Aguado, frustrado en su propia voz, incapaz de ser de momento el que siempre quiso ser.
Jaume Grau colaboró en el plan, en un equipo que da igual en quien empiece, porque termina en Maikel Mesa incluso cuando el técnico no le deja terminarlos. El canario se asomó al gol en sus primeros remates, en un aviso de lo que llegaría más tarde. Si el punto final de las jugadas estuvo en Maikel Mesa, Francho Serrano estuvo en el origen, en el inicio de todas las cosas. Trasladado al centro del escenario, rompió líneas, conquistó los espacios e hizo que le Zaragoza progresara en el juego. Activó de nuevo esa cadencia tan suya, con su aspecto de jugador de los ochenta, para ser un mediocampista total, un futbolista de siempre. Francho fue el fiel reflejo del resultado. Impecable en la primera mitad, condenado por un detalle en la segunda.
Solo hubo un color en los primeros veinte minutos, pero el partido se tiñó de otro distinto en los siguientes, con Pablo Martínez y Lozano al mando de las operaciones. Amenazó en la zona izquierda, mientras Santiago Mouriño secaba a un purasangre como Fabricio. El uruguayo crece a pasos agigantados y vence en el duelo, superior en lo físico, apabullante en el enfrentamiento directo. Quizá mal acompañado por Jair en la zaga.
Creció el Zaragoza en el perfil izquierdo, con Germán Valera en el lugar de los velocistas. Corrigió, ayudó y progresó más en diez minutos de partido que en todos los anteriores. Fue el punto en el que el Zaragoza se encontró, pero lo decidió todo en el otro costado. Allí apareció Francho Serrano, en su sitio más natural. El canterano se desplegó, corrió y proyectó un servicio impecable. No centró para muchos, centró para uno solo. Y su balón, medido, alcanzó la cabeza del mejor rematador del grupo. Mollejo marcó y el Zaragoza creyó tener el partido en su bolsillo.
Fueron minutos de euforia, de plenitud, en los que La Romareda entró en estado de trance. El centro fue el mejor atajo del juego y Gámez tomó el testigo de Francho, igual que Mesa siguió el camino que había trazado Víctor Mollejo. El canario midió los tiempos, se alzó elegante, como una jirafa, para girar el cuello y repetir la estela del gol. En cinco minutos, el Zaragoza puso el partido boca abajo, emocional, pleno, crecido, feliz.
Segunda mitad: una película distinta
En la segunda mitad, el Real Zaragoza quiso mantener su ventaja. Toni Moya tomó el mando del partido, pero no alcanzó el remate definitivo. Tampoco el grupo lo logró en un córner a favor, que se convirtió en la mayor sombra del partido, en el cambio de todas las tendencias. Francho Serrano fue blando a la disputa y la jugada fue una carrera épica, olímpica, entre dos grandes velocistas. Fabricio supo administrar su ventaja ante el sprint de Valera y logró el gol que acortó distancias, con Rebollo en el sitio de los cómplices. El duelo pareció agónico, de otro tiempo y dejó huellas en el partido, en el césped y en las fibras de los futbolistas. El partido acabó para los dos en esa jugada, pero no había terminado para el Zaragoza y para el Levante solo acababa de empezar.
Inmediatamente después, en un córner concedido gratis y mal defendido por Jair y Rebollo, Brugui marcó el gol del empate. Víctima de un bucle conocido, de un defecto recurrente, el Zaragoza dejó escapar su ventaja entre los dedos. Tuvo que pensar en ganar el partido dos veces y puso todo de su parte. Arrinconó al Levante y Bermejo falló un gol cantado. No acertó Velázquez con sus cambios ni Francho con alguno de sus remates.
Cuando el Zaragoza vio los miedos de siempre, dio un volantazo, creyó en el triunfo ante todas las dificultades. No miró atrás y llenó el encuentro de ocasiones, de intentos que se quedaron a un suspiro de ser gol. No temió por la derrota, pero no pudo alcanzar la victoria. Pareció de nuevo un equipo maldito, peleado con su suerte. El marcador se igualó cuando nunca estuvo para el empate y el Real Zaragoza cerró el año con una sensación conocida.
Lo hizo casi todo bien para vencer, pero si el centro fue su mejor aliado, un córner fue su mayor enemigo. El Real Zaragoza debió ganar y lo tuvo de nuevo en la mano, pero peleó contra sí mismo, como si una magia oscura, confabulara contra su suerte. Y cerró el año con el empate más triste del mundo.