Ha pasado una semana desde la salida de JIM y el Zaragoza no ha necesitado hacer un gran esfuerzo para olvidarle, quizá porque en este deporte nunca existió el ayer. La gratitud se escribe en pretérito imperfecto y no importa si los objetivos logrados son milagros cotidianos o hazañas que quedan para siempre. JIM encontró un lugar especial en la capital aragonesa. Salvó al equipo y Zaragoza le salvó también a él.
El técnico alicantino no ha sido un estudioso de la pizarra. Nunca lo será. Su virtud se basó siempre en la intuición, en el conocimiento del juego y en la enseñanza de los códigos de siempre. Humano, sensato y cercano, supo reparar el corazón del grupo. Fue un pastor para un rebaño perdido. A pesar de eso, no acertó en todo y en su segundo curso falló en lo esencial: el Zaragoza no logró estar nunca cerca del ascenso. Se dejó llevar también por mensajes distorsionados; no supo ser valiente en el juego y le faltaron apuestas más decididas y constantes por la cantera. Pero aún así, con el paso del tiempo, costará no recordarle con una sonrisa.
Amable y cercano ante los medios, su última imagen en La Ciudad Deportiva dejó un instante tierno y cotidiano. JIM, en bicicleta y con un casco mal ajustado, se despedía uno por uno de todos los empleados que salían a su paso. Al ver ese fotograma pensé en la crueldad de su posición, en esa especie de examen permanente al que se somete a cualquier técnico. Revisé entonces algunos datos prescindibles. El buscador de este medio ofrece 1691 resultados con la palabra JIM y más de 50 textos con su nombre en el título. Pienso, con una nostalgia algo forzada, que este podría ser el último.
Un encuentro con JIM
Recordé entonces mi mejor encuentro con JIM, en el mes de octubre. El club organizó un acto en la previa del duelo ante el Huesca. Era en la primera vuelta, cuando las ilusiones todavía están por estrenar. JIM fue afectuoso con el entrenador rival (Nacho Ambriz) y asumió el papel de anfitrión, casi de cicerone. Le dedicó a los medios todo su tiempo e hizo lo mismo conmigo.
JIM me explicó entonces que de niño coleccionaba estampas y cromos de los futbolistas. Su mayor ídolo en Zaragoza había sido José Luis Violeta, al que siempre consideró un libre elegante y excepcional y un caballero ejemplar. Me confesó que le había conocido el día anterior y que había sido uno de los momentos más especiales de su tiempo en Zaragoza.
Las mascarillas seguían vigentes y era más fácil confundir y no reconocer a la gente. Durante unos minutos, JIM y yo hablamos algo separados del resto. Un rato más tarde, un conocido periodista de la ciudad se acercó a saludar al técnico. Nos vio allí, a las puertas del edificio y me miró de arriba abajo, como si buscara en mí algunos rasgos que le fueran familiares. El periodista fue tan ceremonioso en su saludo con el técnico como en el que improvisó conmigo. Era la primera vez que nos veíamos y aún así creyó que era una persona a la que ya había visto. Yo no tardé mucho en darme cuenta de que me había confundido con alguien.
-Hacía mucho tiempo que no te veía-me dijo a mí.
Y luego se dirigió a JIM.
-La verdad es que os parecéis. Tenéis los mismos ojos.
Ninguno de los dos quiso sacar del error al periodista, que se fue convencido de haber coincidido con el hijo de Juan Ignacio Martínez. El técnico y yo nos reímos en secreto, como si compartiéramos una broma privada. La noticia publicada al día siguiente confirmó la confusión: según el texto del periodista, JIM había acudido a la jornada “en compañía de su familia”.
Al acabar el acto, JIM se despidió amable, como si me conociera de toda la vida. Como si yo hubiera sido su hijo, aunque solo fuera por un tiempo.