ZARAGOZA | El Real Zaragoza ha vivido los días siguientes al duelo en El Alcoraz con una tranquilidad engañosa. En un encuentro hecho de puro cloroformo, el equipo de Escribá perdió dos ventajas en una sola. La expulsión de Pulido y el gol de Bebé no fueron definitivos. El árbitro se empeñó en igualar la balanza en una acción patosa de Alberto Zapater, pero muy distinta de la que había protagonizado Pulido unos minutos antes. Llegó el empate de Obeng y el Zaragoza quiso que el duelo acabara entonces. Sucede que partidos como el que se jugó el domingo se alargan mucho más allá del tiempo de juego.
Jorge Pulido solo estuvo 28 minutos en el partido, pero ha conseguido ser uno de los personajes principales. Su forma de jugar y de sentir los encuentros le sitúa en el lugar del héroe para unos y en el del villano para otros. Aunque quizá sea un error de las partes colocarlo en cualquiera de los dos lugares. Pulido es un defensor de siempre: su fútbol se entiende desde la tensión y la intensidad, desde el liderazgo y la intimidación. El capitán cumplía 200 partidos con el Huesca y vive los encuentros ante el Zaragoza en un estado de agitación permanente. Quizá él no lo sepa, pero esas revoluciones juegan siempre en su contra; le hacen peor futbolista.
El domingo tenía la tarea de cubrir al futbolista más determinante y prometedor del rival: Giuliano Simeone. Pulido decidió marcar territorio en su primer careo. Lo hizo con una entrada temeraria e imprudente, llena de torpeza o de pura maldad. Fue duro, abajo, con los tacos sobre el tobillo del argentino. Pidió perdón al árbitro pero no a la víctima, como esos acusados que piden clemencia por haber sido descubiertos, pero que no se arrepienten del delito. Quizá pensó entonces que las disculpas podían servir como atenuante. El colegiado no moderó su castigo y allí acabó el partido del capitán oscense. En ese punto exacto, empezó uno muy distinto en las gradas.
Jorge Pulido: héroe para el Huesca, villano para el Zaragoza
Jorge Pulido fue ovacionado en su salida del campo, premiado por su público. Replicaban a algunos de los aficionados zaragocistas, que le dedicaron toda su hostilidad en ese momento y al terminar el partido. El instante más llamativo ha llegado en ese punto exacto de la historia, en el final del encuentro. Un sector muy concreto de la afición zaragozana le deseó lo peor al defensor, en presencia de sus hijos. Al percatarse de ese último detalle, los unos se callaron a los otros. Hubo pitos de reproche entre los aficionados zaragocistas, lo suficiente como para que se pueda escapar de la generalización, para que se distinga a los censores de los culpables.
El juicio moral a esos cánticos ha desatado una tormenta en los días siguientes, con acusaciones en las redes sociales, lecturas parciales o medias mentiras. En Huesca se denuncian los cánticos sobre Pulido y en Zaragoza se pone el altavoz en los insultos contra Eugeni Valderrama o Tiago Bebé. Ninguno puede ser justificado, pero conviene recordar que para pedir ejemplaridad primero hay que ser ejemplar. Y eso, en el fútbol, tejido desde la emoción más irracional, es buscar un imposible.
No se sabe bien si parte de la naturaleza del juego o de la historia del deporte, pero al fútbol se le consienten cosas que en otros planos de la sociedad no se permiten. Y la solución no se basa en medir los decibelios de los gritos o el éxito de los insultos, sino en dar una respuesta unánime, detallada y global: las denuncias no pueden hacerse con puño de hierro y mandíbula de cristal. Tampoco se le puede asignar a colectivos el comportamiento individual de algunos.
En la previa y en el duelo, hubo momentos de hermandad, el respeto propio entre dos vecinos: dos enemigos íntimos con más cosas que les unen de las que les separan. La última versión del relato no altera la historia, solo le añade una mancha a un duelo especial. El partido acabó en el punto exacto en el que empezó la polémica.