ZARAGOZA | El Real Zaragoza cerró el mes con su depresión de todos los noviembres. Se esfumó ante el Albacete y su niebla, mientras Víctor perdía la flor y sus victorias. La baraja del empate se rompió por el lado de la derrota, en lo que siempre pareció un desenlace estratégico, que suele marcar un destino global en la temporada. En La Romareda se vio a un equipo horizontal, previsible, que se empeña en regresar a la casilla de salida en todas sus jugadas.
El Zaragoza tuvo el balón pero no las áreas. Fue un equipo desordenado, caótico, que mezcló futbolistas sin contexto. Los medios se pisaron las huellas, no hubo progresión en el fútbol ni velocidad en el juego. Solo Aketxe pudo cambiar la suerte, en su mejor partido en La Romareda. Bordeó el tanto desde lejos, pero el grupo se rindió cabizbajo, sin signos de agobio ni de rebeldía. El Zaragoza no supo marcar ante el equipo más goleado de la categoría. El cuadro de Alberto González, que había sido anárquico hasta la fecha, se comportó como un bloque organizado, con un plan en territorio enemigo. Una imprudencia de Tasende le dio sentido a su propuesta: un penalti de Quiles que sirvió como sentencia.
Víctor Fernández prescindió de los cambios cuando el partido necesitaba estímulos: futbolistas sin miedo a equivocarse. Jugadores que escogieran otro camino que el pase horizontal y el remate a ninguna parte. Negarle el tiempo a Pau Sans en beneficio de Alberto Marí es un error sin justificación y con demasiados precedentes. Ganó el Albacete y el Zaragoza asumió su derrota, como si alguien conspirara contra una afición que no puede marcar goles desde la grada. Le venció un equipo y eso es exactamente lo que hay que ser para vencer a este Zaragoza.
El dibujo merece una nota final: Víctor Fernández quiso juntar a los buenos, sin pautas ni contextos. Fue una postal indescifrable, que se resume con una imagen. Víctor eligió las mejores chinchetas pero las puso boca arriba.