21 de mayo. Ocho de la mañana. Aeropuerto Huesca-Pirineos. Inquieto. Expectante. Ansioso. Era muy temprano y seguía sin poder creerme que, esa noche, podría acostarme siendo de Primera División. Y es que cuántas veces lo he soñado, siempre sin tener esperanzas de que algún día pudiera hacerse realidad. Pero no por no querer creer, no por no tener ilusión, sino porque esa nunca ha sido la batalla, nunca se ha estado siquiera cerca. El poder ser de Primera jamás ha sido el objetivo, ni la meta. Porque se trataba del Huesca, y de Huesca.
Y yo, no de Huesca, era -he sido, soy y seré- del Huesca. Y así, poco a poco, año tras año, verano tras verano, San Lorenzo tras San Lorenzo, me he convertido en un oscense más. Porque dicen que uno no es de donde nace, sino de donde pace y, en mi caso, de donde uno siente. Y he llegado a la conclusión que lo que siento por Huesca y el Huesca no puede expresarse con palabras.
El tiempo pasaba muy lento. El día se hacía largo. De Huesca a La Coruña. De La Coruña a Lugo. De Lugo al hotel. Del hotel al estudio después de comer. Del estadio al hotel otra vez. Y del hotel al estadio. Unas horas frenéticas de mucho trabajo y muchas emociones previas a la gran noche.
“Siempre pensé que aquella idílica situación nunca había sido hecha para mí”
Empezaba el partido y prácticamente en un abrir y cerrar de ojos… 0-2. Restaban únicamente 45 minutos para que el Huesca fuese de Primera División. Mis compañeros, a lo suyo, y yo sin poder creérmelo, sin poder ilusionarme, sin ser capaz de esbozar una sonrisa de más de tres segundos. Y es que siempre pensé que aquel intangible estado, aquella idílica situación, nunca había sido hecha para mí. Que los que triunfan son los grandes, los más conocidos, los más ricos, los más famosos, y que los demás hemos de contentarnos con el resto, que no es poco.
Los nervios me atenazaban. Se me comían. El marcador parecía no avanzar. Todavía media hora por delante. 20 minutos. Ahora 15. Una señora que tenía a mi lado parecía compadecerse de mí. “Tranquilo, que vais a ascender. No marcamos. Llegamos pero no marcamos. ¿Lo ves? No vamos a marcar”, me decía mientras reía. Y yo quería creerla. Lo juro. Pero no podía.
Y llegaron quizás los minutos más eternos de mi vida cuando el cuarto árbitro levantó el cartelón. Tres de añadido. Tres minutos y el Huesca, y Huesca, serían de Primera División. Tres insignificantes minutos para que yo fuese de Primera División, y mis abuelos, mis primos, mis tíos, mis amigos, compañeros y conocidos. Mi familia.
No podía dejar de llorar. Lloraba y lloraba. Y eso que no quería pero me empezaron a salir una tras otra las lágrimas, esas dulces. Las de la pasión, las de la emoción. Las de un sueño cumplido. Las de la felicidad. Quise tocar el césped y más de una hora después del final, en cuanto pude, lo hice. Quise pisarlo. Besarlo. Quise sentir dónde nos habían hecho infinitamente felices. Y ahí, Jaume Torras, mano derecha de Rubi, me dio las gracias.
“Huesca y el Huesca me han enseñado a no reblar”
“Muchas gracias por tu trabajo. Aunque no lo creas, nos has ayudado mucho, mucho. Siempre intentas buscar el porqué de las cosas, porque todo lo que hacemos lo hacemos por algo, porque hay una razón. Nos equivocaremos o no, pero todo tiene un sentido”, me dijo emocionado. Nunca olvidaré la charla posterior con él, con otro artífice de todo esto, del trabajo que no se ve y tiene sus frutos. Esa me la quedo para mí.
El resto del tiempo quedó para celebrarlo. Por todo lo alto. Con el equipo, con los jugadores, con compañeros y amigos. Con la afición, con todos los azulgranas desplazados, con todo quien apoyase y fuese del Huesca. La noche fue larga, muy larga. Fotos, vídeos y más fotos para inmortalizar el momento. Cánticos y más cánticos. Saltos y más saltos. Abrazos y más abrazos. Sentidos, únicos, mágicos.
Huesca y el Huesca me han enseñado que si uno quiere, puede. Que el trabajo, la constancia y el sacrificio te permiten mejorar y superarte. Y que el respeto y la humildad, unidos a la ambición, hacen mucho más fácil que se cumpla lo que uno desea. Huesca y el Huesca me han enseñado a ser mejor, a valorar lo que uno tiene sin tener que perderlo para darle el valor que merece, que los humildes también ganan y que los pequeños son igual de grandes que los que aparecen en las portadas.
Y lo más importante: Huesca y el Huesca me han enseñado a no reblar, a no darme nunca por vencido, a no dejar de intentarlo hasta el final, a levantarme después de caerme y a no perder la ilusión. Gracias a Huesca y al Huesca he pasado el día más feliz de mi existencia. Y, por suerte, los que quedan.
Orgulloso es poco.
Eternamente agradecido.