La grada se llenó de color y de un cántico perpetuo: el Zapater te quiero sonó más fuerte que nunca, como una sintonía coral, como una pieza más del himno.
Alberto Zapater es manteado en su homenaje | Foto: Tino Gil / RZ
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ZARAGOZA |El Real Zaragoza despidió a Alberto Zapater por todo lo alto. El fútbol fue fiesta y homenaje y sirvió para alegrar un partido cualquiera. La grada se llenó de color y de un cántico perpetuo: el Zapater te quiero sonó más fuerte que nunca, como una sintonía coral, como una pieza más del himno.
El eterno capitán vivió todas las emociones de principio a fin. También lo hizo en el juego. Saludó y acertó en sus pases. Jugó con seguridad y discreción. Sensato, sobrio. Como estaba previsto, el partido empezó y acabó con él. La primera mitad solo tuvo historia a través del pase de Zapater, sensato en el juego, comedido en el fútbol. Abrumado por tanto cariño, levantó el brazo en el final de cada cántico. La afición se entregó y él recurrió al ABC, a ese juego que siempre le ha distinguido. Nunca intentó hacer cosas que no sabía hacer. Eligió el camino más corto, pensó por él y por el resto.
El partido de Zapater
Un cuarto de hora después del inicio, cambió sus botas. Durante un segundo, alguien temió por su lesión. Fue solo un suspiro, el tiempo suficiente para que la sangre se pudiera helar. Pero Zapater siempre pareció un héroe griego, cargó a cuestas con lesiones, resistió cuando la lógica decía lo contrario. En este caso fue solo un solo.
Dos minutos después de su dorsal, en el 23, el árbitro interrumpió su fiesta con una amarilla que pudo ahorrarse. La penalización pudo condicionar su partido, pero Zapater recurrió a su experiencia, a ese oficio que define a los futbolistas eternos. El capitán buscó su suerte, jugó en corto y en largo, de lado a lado. Y cerca del descanso, al filo del cierre, remató de cabeza en busca del gol. Se lamentó porque no esperaba estar tan cerca de marcar en su homenaje. Y menos, hacerlo de cabeza, en una suerte que nunca fue suya.
En la reanudación, Mollejo marcó un gol de listo, que es la forma más bonita de decir que el portero estuvo tonto en la jugada. El toledano se mantuvo alerta, esperó el error y marcó uno de los goles más sencillos de toda su carrera.
Allanó así el camino de un Zaragoza que se dejó empatar en el tramo final.
Entonces el partido ya no importaba. Los ojos de todo el mundo se detenían en Zapater, en una despedida coral y ruidosa. La grada seguía los pasos de un futbolista que dejó huella. El capitán, brazos en jarra, parecía emocionado y concentrado al mismo tiempo. Saboreaba sus últimos minutos, con un ojo puesto en los movimientos que llegaban desde el banquillo. Estuvo firme en las disputas, como si el balón le susurrara por última vez dónde iba a ir. Supo entonces anticipar la jugada, llegar al destino un segundo antes que el resto. Ganó duelos, probó en conducciones y no se equivocó nunca. Tras el empate, llegó la primera despedida. El público se puso en pie y le despidió con mil palmadas al viento.
El homenaje a una leyenda
En el cierre del partido, tuvo lugar el gran homenaje, la entrega de una insignia de oro y el reconocimiento de compañeros, amigos y entrenadores. También fue el momento del discurso de Zapater: “He llorado mucho estos días, pero habéis conseguido que sonría”. El capitán, emocionado, miró a su hijo: “Quiero que sepas, Óliver, que esto es el Real Zaragoza. Hoy no hemos ganado ningún título y lo que se vive aquí no se vive en otros equipos.” Los fuegos artificiales dibujaron la estela de su adiós, los móviles iluminaron también el camino de su despedida. Zapater cantó entonces el himno y su arrebato dejó una bonito conclusión: en La Romareda nunca nadie desafinó tan bien.
Llegó el manteo, su vuelta de honor y se fundió con la grada antes del adiós definitivo. Y quedó una idea en la memoria de muchos. Si alguna vez se tuvo que marchar, nunca se fue del todo. Si ahora se va, en el fondo, nunca se irá.
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