A media mañana de un lunes, cumplida la hora del café -cuando en la vida real se ajustan cuentas con el fútbol dominical- suelta el club la cesión de Sandro; oportunísimo anuncio para reorientar la diana de las frustraciones, encauzar enfados y reavivar expectativas de mejora de la plantilla y juego.
Si es verdad que el fútbol -aquello que sucede en el césped- tiene una alta dependencia de estados de ánimo, cuanto sucede en las gradas resulta, como en otros espectáculos, precisamente una gestión de expectativas con una periódica superación de chascos aliviada por periódicas dichas. Aunque el primer partido en el Alcoraz no se afrontaba como prueba de redención de penas recientes, se percibía en los días previos la esperanza de que la campanuda limpia del vestuario y la llegada de un entrenador con experiencia y fuste permitieran al menos identificar un estilo y esa solidez que tanto echamos de menos la temporada pasada, un curso que tanto parece pesar en los ánimos.
El desengaño llegó tan rápido con el retorno del runrún de desconfianza de la grada hacia algunos veteranos y la desilusionante reaparición de las inconsistencias de ayer y de los errores impropios, particulares o encadenados, asunto que se esperaba como cosa de una temporada desasosegante y que habría de quedar cuanto antes en el olvido.
Cada cual afrontó el fiasco como pudo, abonándose al fatalismo, tirando de ironía o mordacidad, repasando las carencias de la plantilla, requebrando a algún jugador visitante o desesperándose con los criterios arbitrales, cuestión esta última a la que más nos vale acostumbrarnos porque el asunto se ha convertido en un arcano. Habrá que renunciar a comprenderlos y pensar que son una circunstancia del juego, como una racha de cierzo que envenena un balón o una charquera que lo deja varado en la raya de gol.
Tras el pitido final, el Alcoraz fue quedándose vacío con sus ocupantes otra vez mohínos, rumiando una derrota que pareció una prórroga del pasado curso, rendidas las fuerzas de nuevo con esa sensación de flaqueza, de fuerzas magras y capacidades limitadas que caracterizaron al equipo el curso pasado. La inevitable referencia a un pasado tan cercano magnificó cuanto de alarmante -que no fue poco- deparó la tarde.
La experiencia enseñará que un buen comienzo puede ser una mera efervescencia y que uno malo no supone una condena, que es pronto para juzgar y que es obligado un voto de confianza y que el domingo pudo no ser más que una consecución de pequeños accidentes. Esa experiencia es el aceite que lubrica los mecanismos de la razón cuando las emociones necesitan contención.
En todo caso, me da que el domingo, la masa social del Huesca se dividió en dos: quienes no quisieron renunciar a la esperanza de una mejora con nuevos nombres (cuya necesidad parecía clara y quedó como evidente) y aquellos que focalizaban el descontento en tratar de comprender cómo el club ha perdido tanto músculo en poco más de un año.
La temporada pasada supuso un batacazo a las expectativas iniciales (de nuevo, la gestión de metas y medios) con un retorno apresurado a la situación que no hace tanto fue tenida como un lujo pero que puede parecer insignificante mediocridad tras una luminosa trayectoria. La zozobra deportiva tuvo su continuación en un final de temporada pródigo en decisiones deportivas (necesarias y tal vez imperiosamente insuficientes) y una reestructuración del gobierno societario con borrasca, aspectos todos ellos que evidenciaron que el club vive un momento crítico.
Siempre he creído que lo más difícil para una entidad como el Huesca no es ya hollar cumbres como saber regresar al lugar donde habitualmente se acampa sin estrepitosos derrumbes. La mejora deportiva -porque desde el domingo solo se puede mejorar y la rasante además queda baja- es el único bálsamo aplicable cuando las cicatrices de heridas recientes raspan aún. Y este año, además, no hay ya un director deportivo de rompeolas de la galerna.