ZARAGOZA | El jueves falleció Felipe Ocampos (1945-2024), uno de esos delanteros centros clásicos que conocen el oficio del área: son fajadores, cabecean como pocos, saben asistir con el pie o la testa, cuerpean con su mole de 184 centímetros y tienen un espíritu constante de inconformismo y de rebeldía. Jamás le volvía al cara a un defensa, aunque se la partiesen o en lance le provocasen sangre en la nariz. Siempre estaba allí, dispuesto a marcar con sus dos piernas o rematar de cabeza.
Jugó cinco temporadas en el Real Zaragoza: llegó en 1969, quizá para reemplazar a Marcelino Martínez Cao, con Los Magníficos ya en decadencia, y pronto demostró su sentido del bloque, su empuje y su instinto goleador. El Zaragoza jugó en Segunda la campaña 1970-1971, y regresó ayudado por su empuje, sin duda, y su considerable clase. Era un bravo con destellos. Un reñidor del área. Se entendería bien con el siempre elegante Juan Manuel Villa y con los clásicos del club: Violeta, Javier Planas, García Castany, Nino Arrúa y Carlos Diarte, que venía a ocupar su sitio en la vanguardia de ataque. Se fue en 1974. Formó parte por tanto de Los Zaraguayos, que fueron terceros en la campaña 1973-1974 y segundos en la de 1974-1975. Jugó 130 partidos y marcó 42 goles. Pertenecía a esa estirpe de jugadores con carácter, vehementes, que siempre dan la cara por el equipo. Era correoso, trabajador y se dejaba hasta la vida en cada partido, por ello fue expulsado a menudo.
Quienes lo conocían bien, decían que lejos del césped era otro, casi el antagonista al delantero centro bregador, peleón e irreductible. Deja una estela de entrega, de carisma y de honestidad.