En el minuto 34 de juego, Giuliano Simeone buscaba una rendija en el partido. El Zaragoza había conseguido domar el inicio del Leganés, pero le costaba encontrar soluciones en el fútbol posicional. Simeone había levantado cierta expectación en todos sus intentos. En él hay una impresión muy especial: conquistó a la afición en sus primeras veces y la grada celebra sus goles como los de ningún otro. Tiene corazón y lucha, ambición y el hambre del que nunca descansa.
Francés le buscó en ese punto del encuentro. Y Simeone recibió de espaldas, cerca del sector diestro. Pensó en darse la vuelta e inició una carrera horizontal primero y vertical después, siempre irregular e improvisada. En diez segundos estaba celebrando el gol, ayudado por el vértigo, imparable en el cambio de dirección. Simeone salvó todos los obstáculos que había a su paso, ayudado en el inicio por una carambola feliz. Nada parecía premeditado: todo era una búsqueda a ciegas. Miraba las piernas del rival y el suelo, en busca de un recurso definitivo. Y, como había hecho en Lugo, eligió siempre el carril central.
Con la fortuna de su lado, ninguno de los seis rivales que le siguieron lograron alcanzarle. Simeone había dibujado puentes en el espacio que había entre unas piernas y otras; una salida en el bosque, grietas entre las murallas. El argentino resolvió entonces frente a Asier Riesgo con la misma sutileza que no tuvo ante Whalley. Pensó dos veces y ejecutó suave, con un globo letal y vistoso.
13 toques después de un pase de Alejandro Francés, el argentino entró en estado de trance. Fue niño, canchero, guerrero y artista. Y cerró en La Romareda la pista que encontró en el Anxo Carro. Lo hizo con una carrera inverosímil, llena de trabas, que él resolvió por la calle de en medio, con el mejor de todos sus zigzags. En su gol hubo recursos de potrero y en su celebración el alma pura de un hincha.