ZARAGOZA | La salvación del Real Zaragoza le obliga a mirar al futuro, pero también a hacer una profunda reflexión sobre su ruta, a un periodo de crítica y de cambios. A un tiempo en el que no valen las palabras y el eslogan, solo los hechos. La afición sostuvo más que nunca a un club secuestrado, sin cara ni voces. A falta de rostros en el palco, la institución parece gobernada por unas franjas. Rojiblancas, concretamente. El Zaragoza pareció muchas veces un equipo abatido, derrotado, también en el día de su salvación. Hasta el punto de que no solo celebró goles registrados en otros campos, sino que la última huella en sus redes fue un tanto en propia puerta.
Herido de muerte, encontró en Gabi Fernández el pegamento ideal, un plan de mínimos ante la máxima dificultad. Salvó la vida el Zaragoza, convocó milagros en los descuentos, celebró goles sobre la bocina y el déjà vu de su portero. En esa historia convive una paradoja: a este equipo sin magia le sobran algunos milagros. Y eso que esta vez le han dado media vida o la vida entera. Pero para volver a su categoría se espera a un grupo fiable, que no dependa del toque de corneta, de goles desde su grada. Entre otras cosas porque la siguiente ya nunca será la misma. Donde antes hubo cemento, ahora habrá hierro: un estadio modular en el lugar de La Vieja Romareda.
La permanencia se explicó a partir de su hinchada, que se reunió como nunca, que celebró goles en otros estadios y cantó los pocos que marcó su equipo. Arquitecto del balón parado, Gabi Fernández logró unir fuera del césped todo lo que estaba separado. Potenció el sentimiento de grupo, confió en algunas causas perdidas y fue desde el banquillo lo mismo que una vez fue sobre el césped. Más Cholista que el Cholo, hizo del partido a partido una forma de vida. Gabi logró conectar a partir de un discurso directo y sincero. Veraz. Supo ser un estupendo profeta de sí mismo. “No tengo ninguna duda de que lo vamos a sacar”, dijo en su presentación. Lo repitió mil veces, también en el regreso de Oviedo, en el bus de los aficionados. Y lo cumplió el domingo siguiente.
El adiós de La Romareda dejó postales imborrables, una marabunta sobre el césped. La afición tomó lo que había sido suyo durante toda una vida, lo que antes fue de sus padres y de sus abuelos. Nunca ningún equipo dependió tanto de su grada como este Zaragoza, que pareció el más frágil de siempre. Caben mil preguntas ante esa colmena zaragocista: ¿Qué será de esta ciudad cuando el ascenso se alcance? ¿Cuándo estará el equipo a la altura de su hinchada? En un club teledirigido, en el que nadie sabe nada y siempre te señalan la siguiente ventanilla, el futuro parece asegurado a través de un patrimonio objetivo: un sentimiento joven, que se renueva a la velocidad de la luz. En el año más difícil, el zaragocismo fue una sola voz, que se repite en el mismo laberinto. Estará y se quedará siempre. Vaya donde vaya, juegue donde juegue el Zaragoza. Y replicó una idea que quedó escrita en el césped en un último día. La Romareda, que siempre fue de su gente, fue más de su gente que nunca.