“Volver a ser campeones otra vez, vivir aquellas noche que soñé”. El mismo pensamiento ronda la cabeza del aficionado zaragocista. Ese que volvió a recordar noches históricas, demasiado lejanas tal vez. Aquel que vio a un equipo de Primera División por primera vez. Aquel que, sin saber por qué, sintió lo mismo que las otras 30.000 almas que se congregaron en La Romareda. Un lugar especial, con un aura mágica que envolvió a todos los allí presentes. Porque el idilio vivido entre el Real Zaragoza y su gente fue más allá de lo común. Ambos establecieron un vínculo que llevaba tiempo forjándose. Equipo y afición se unieron como nunca lo habían hecho, en un momento de máxima necesidad y bajo la atenta mirada del mundo entero.
El 29 de enero será recordado como uno de los días más emotivos de la historia del Real Zaragoza. Un día en el que, tras mucho tiempo, La Romareda colgó el cartel de “entradas agotadas”. Un día en el que miles de zaragocistas se echaron a la calle para recordar que Zaragoza es blanquilla y que la pasión por el león está más viva que nunca. Ayer, el Real Zaragoza volvió a mirar a los ojos a un grande. De tú a tú. Con respeto, pero sin miedo. Porque el Real Zaragoza no ha dejado de ser grande, al igual que tampoco ha dejado de ser real, por mucho que se empeñen.
Niños y padres salían a la calle enfundados en sus camisetas blanquillas. Pasear por Zaragoza desde primera hora de la mañana hacía prever lo que se vería posteriormente. Los aledaños de La Romareda, desde más de dos horas antes del encuentro, se llenaban con miles de zaragocistas. De hijos a padres. De nietos a abuelos. Todos estaban unidos por un mismo sentimiento. Con las bufandas al viento y bajo el humo de la pirotecnia, todos recibieron a los equipos como si de una final se tratase. Porque ayer el partido cobró una importancia mayúscula. No en lo futbolístico, sino en lo emocional.
El mismo ambiente que se vivía minutos antes en las calles se trasladó al estadio. Dentro, los más de 30.000 presentes pudieron ser partícipes de una fiesta tan especial como merecida. El imponente tifo del fondo norte y las banderas al viento del resto de espectadores dotaron al estadio de un ambiente colosal, majestuoso. El himno a capela y la alineación zaragocista cantada al unísono fue la gota que colmó el vaso y que hizo retumbar los cimientos de una Romareda que añoraba vivir noches de tal calibre.
El partido no sería más que un trámite. Un encuentro con un guión ya marcado y del que el Real Zaragoza, pese al abultado resultado, salió con la cabeza alta y con el mismo honor con el que horas antes entraba al estadio. Sin fuerzas, pero con dignidad, los jugadores obtuvieron el mayor premio que un profesional puede obtener: el reconocimiento al trabajo bien hecho y el empujón para seguir en el mismo camino. Con la afición desatada, el Real Zaragoza no pudo más que aguardar al pitido final bajo el aluvión futbolístico del mejor equipo del mundo. Fue entonces cuando llegó la gran recompensa. Vuelta al ruedo y bajada de telón para una función que más pronto que tarde volverá a repetirse. Esta vez no será para reconocer el esfuerzo, sino el hito conseguido.
Porque, ¿acaso importa quién marcó el primer gol?, ¿y el segundo? Lo que importa y lo que será recordado será la declaración de intenciones de una afición que cree más que nunca en sus jugadores, en su entrenador. La exhibición pasional que dio un público que tras más de siete años maltratada ve más cerca que nunca la posibilidad de regresar al fútbol de más alto nivel. Ayer, Zaragoza volvió a ser Zaragoza. Ayer, el Real Zaragoza no fue campeón pero, al menos, muchos de nosotros vivimos aqueñas noches que soñamos.