ZARAGOZA | La agenda de Jorge Mas ha sido intensa en su paso por Zaragoza. El presidente del club, líder de un complejo entramado societario, ha visitado la ciudad en fechas especiales. Todas sus declaraciones reflejan la ambición de un conquistador, el poder de su mandíbula. En su primera intervención ante los medios dejó una frase para el recuerdo: “Querríamos haber ascendido ayer”.
Su cita llegó a escasos metros del entrenador, del director general y del responsable deportivo. Todos ellos habían evitado la palabra ascenso hasta la fecha. Jorge Mas se adjudicó la patente de un sustantivo que no debería dar miedo. Lejano, eso sí, de lo que se ha visto hasta la fecha en la competición.
Después de presenciar un empate que supo a derrota, Mas acudió en la jornada siguiente a uno de sus actos más importantes. Firmó junto al Ayuntamiento de Zaragoza y el Gobierno de Aragón el acuerdo definitivo para la construcción de La Nueva Romareda. Como tardará unos meses en regresar a Zaragoza, Mas piensa que allí podrá dejar su mejor huella, quizá la obra más faraónica y definitiva.
Hasta entonces, la suerte de un club que ha mejorado en los despachos, volverá a decidirse sobre el césped. En ese punto de la historia el equipo ofrece más dudas, una irregularidad peligrosa. Más enérgico tras la llegada de Velázquez, el Real Zaragoza pelea contra una pequeña maldición. El embrujo se volvió a manifestar en el empate frente al Levante, cuando la ventaja se esfumó entre los dedos. También ante la mirada de Mas, que veía desde el palco una portería que a veces parece hechizada. El presidente y todas las partes que integran el día a día del club esperan que el tiempo de descanso sirva para espantar los fantasmas, para recuperar a los lesionados y cambiar la suerte de la competición. Solo así, a través de una mejora del mañana podrá llegar un ascenso que se esperaba para ayer.
El presidente del club recuerda ya a esos familiares lejanos que vuelven a casa en días señalados. Su aspecto es el de los triunfadores, capaces de alimentar al núcleo familiar desde la distancia, de prometerles un futuro mejor. Reparte regalos, hace un inventario de sus nuevas propiedades y cuenta anécdotas con una gracia exquisita. Cuando ya ha recibido la gratitud y la aprobación de todos, alguien, quizá el más apestado de los primos, le reprocha que no venga más a menudo. Y le recuerda que el mes pasado se perdió el último entierro.
Después de esa intervención incómoda, Mas buscaría una de sus mejores respuestas. Tras congelar el tiempo con su reflexión, rompería el silencio de una forma definitiva: “También yo pagué esa fiesta”.