A veces los gestos, más que la eficacia misma, definen la emoción. En el intenso partido en Fuenlabrada, el Zaragoza mereció mucho más, y por esos centímetros del infortunio no lo logró, pero la jugada fue impecable. El habitualmente casi lento Eguaras recibió un balón, lo desplazó hacia adelante con el ademán de lo que se llamaría un regate en largo, que le exigía vértigo, velocidad y determinación, llegó al esférico y sirvió un pase impecable a Iván. Unos segundos o minutos antes había tenido otra gran oportunidad y el centrocampista navarro marró una rosca de exterior. Iván, al que poco antes le habían regalado un córner, se lanzó a por el balón, lo recogió en el hueco que parecía letal y marcó con absoluta limpidez. Con hechuras de ariete tranquilo y seguro, con efecto interior. El VAR, tan empecinado a veces a arbitrar contra la felicidad, dictaminó que estaba algo adelantado. Era verdad, pero la jugada, que se dibujó en el centro del campo y que culminó en el interior del área, fue un hechizo. Y el grito de los seguidores blanquillos fue unánime y gozoso, en el campo, en los bares y en las casas, porque parecía que ponía la guinda a una noche trabajada, donde los nuestros habían sido mejores y habían disfrutado de más ocasiones.
Cristian es él: un milagrero o el hombre apacible, falsamente desdeñoso, que cumple con su labor. Es un muro con reflejos. Y se atrevió a detener un balón de gol con la cara. Ahí estoy yo y mis circunstancias. Ahí estoy yo, entregado, la empalizada humana, el arquero que sabe que debajo de los palos se puede parar con todo. Con los dedos, con los dientes, con el alma invisible, con el pugnaz compromiso con el equipo. Con la rabia
En la primera parte el Zaragoza mereció más, aunque no jugase con la brillantez de la segunda. Ahí el equipo se reinventó, a pesar de la torpeza mayúscula de Gámez: cuando vea la falta y el ataque al tobillo, pensará, ¿dónde iba yo, loco de mí, chalado de golpe, azacanado en pos de la victoria, irresponsable y airado por calentura de resultado adverso?
Corregida la apuesta inicial y mejor dispuesta, incluso con uno menos, el Zaragoza jugó mejor, jugó más, demostró disposición. Hambre de fútbol. Sed de gol, y lo logró de nuevo quien parece inclinado a hacerlo con fruición: Vada. Jim rectificó a tiempo, vio que había banquillo, que los fichajes pueden dar de sí, que Francés es mucho Francés, y no afortunada flor feliz de un día; vio que Iván Azón tiene instinto, que Borja Sáinz conoce su oficio y lo desarrolla con impetuosidad y que hay días en que el frío a menudo Eguaras se abraza a sus mejores sueños de clase y se transforma. Y entonces se atreve. Ayer se atrevió a ser ingenioso, desafiante y a servir el veneno del gol con un golpe de vista y la perfección del agrimensor. Jim está aprendiendo que debe jugar con muchos jugadores y que parece que los tiene o que algunos se esfuerzan en que se cuente con ellos.
El equipo mereció más. Debió ganar. Y para hacerlo, y no puede frivolizar con la posición (el abismo es muy traicionero), debe ensayar el deseo y la necesidad de ser fiable, voraz y certero, allí donde el fútbol se vuelve locura, fiesta, esa vibración tan placentera que exige ser compartida.