ZARAGOZA | El Real Zaragoza encontró el respiro que solo dan las victorias. Lo alcanzó en un partido raro, que empezó a tumba abierta y que cerró en una segunda mitad que fue una siesta o una nana. Hubo una liberación especial en los goles, un canto compartido, un paso hacia la permanencia.
Marcó primero Francés, que siempre tuvo sueños de delantero. También recursos. Lo mostró en su control y en un remate a bote pronto, que sirvió para limpiar la escuadra. Si Víctor Fernández le pide que no deje de crecer, el canterano asume el reto con convicción. Con la seguridad del que es muy bueno y lo sabe.
Como el Zaragoza está poco acostumbrado a marcar y a jugar a favor del marcador, hubo minutos de desconexión, errores no forzados y oportunidades para el Tenerife. Edgar Badía detuvo de pie las primeras, pero no pudo hacer nada ante el recorte y el remate de Ángel Rodríguez.
Si en los goles siempre hay felicidad, hubo perdón en el marcó Ángel en La Romareda. Parecía un tanto escrito en todos los guiones, también una maldición recurrente. La ley del ex recorre los partidos del Zaragoza en todas las temporadas como una apuesta segura y una suerte inevitable.
Llegó el peor momento del equipo en el partido. Impreciso, le costó encadenar secuencias de pase, encontrar la calma a través de la pelota. Cuando la balanza estaba para un detalle, llegó una carrera en tromba, acompasada, la mejor de procesión del partido. Habilitado por Bakis, Moya ganó el carril central. Corrió, fijó y dividió. Y en la izquierda apareció Iván Azón para driblar sobre la línea y disparar al palo largo.
Azón dijo al acabar que era uno de sus mejores goles. El disparo, limpio y potente, se ensució por la llegada de Mellot, que no pudo evitar el tanto. También esa lucha perdida le añadió un punto de épica a la acción. Mostró a su vez una enseñanza: todos los goles cuestan. Y todos deben celebrarse. En el momento más sentido coincidieron los dos primeros goleadores, en un festejo compartido, un abrazo de cantera.
Pudo marcar el Zaragoza la sentencia antes del descanso y llegó en la reanudación. Maikel Mesa aprovechó un centro de Germán Valera. Midió los tiempos, se arqueó antes del remate y golpeó con una mezcla perfecta entre la violencia y la sutileza. Como Ángel, no celebró su gol, en un guiño a su pasado en la cantera tinerfeña. Pero respiró aliviado, como todo el Zaragoza, en un partido que acabó entonces.
En el final de las fiestas, el Zaragoza dio un paso de gigante hacia la salvación. Llegó en un partido irregular, que se explicó mejor a través de los tantos. Cinco partidos después, el Zaragoza dejó atrás su penitencia. En el fútbol, el gol siempre fue una procesión, la mejor de todas las fiestas.