La Segunda División es el lugar del sufrimiento. Ahí no se regala nada. Y lo saben esos entrenadores laboriosos y paternales como Anquela o Jim. Ellos son estrategas a su modo, piensan y repiensan como mejorar sus bloques, estudian salidas, combinaciones, preparan la urdimbre interna que aspira a una doble condición: ser lo más inabordables posibles y a la vez encontrar sendas para la elaboración y el gol.
El choque fue igualado; pareció por algunos instantes mejor el Alcorcón, sobre todo cuando logró el gol, pero fue un espejismo. Jim se la había jugado con Petrovic, un jugador que aún no se sabe a qué juega ni qué registros tiene, al margen del despiste y la lentitud (entiéndase que no hay varapalo alguno; por ahora en el Real Zaragoza es un medio en construcción), pero su presencia pasó inadvertida.
Zapater, que parece otro (el que fue y el que quiere ser para impulsar el equipo: todo corazón, compromiso y picardía), acertó de pleno en una jugada de estrategia; si su envío había sido bueno, Eguaras halló templanza, chispa de velocidad y burló a un inspirado Dani Jiménez.
Desde entonces el Zaragoza quiso hacerlo todo bien. Intentó demostrar que quería el partido y en esa tentativa también medía su coraje, su furia, sus ganas de huir del pozo, un estallido de ambición. Si el partido con el Cartagena fue irregular y no se acertó con casi nada, hoy fue otra cosa. Se mejoraron las sensaciones de la primera parte, y hubo remate, se generaron ocasiones peligrosas, Narváez volvió a ser casi tan bueno como en sus mejores días de la campaña anterior e incluso hubo disparos lejanos. El balón circulaba, se ampliaba el campo, había entradas por las bandas, se hilvanaban pases con seguridad y Narváez, más que ningún otro compañero, se hacía acreedor al tanto.
El tanto llegó en un fallo en el control de la defensa. Y marcó Vada. Que lo celebró por todo lo alto. Se le vio movilidad, descarga, entusiasmo: era consciente de que ese remate le da alas a él y al conjunto. La victoria no solo es útil: también es terapéutica.