La junta general de accionistas del Real Zaragoza descubrió la división de un consejo que ha perdido el crédito de la gente. Christian Lapetra normalizó las ausencias y lo camufló como una mera cuestión de agendas. En su ponencia, habló de carrerilla e hizo un inventario de las cifras que han mejorado y de las que han de mejorar.
A nadie se le escapa que el presidente es un mero actor de reparto, ubicado en un trono de hojalata. En la escena, Lapetra validó el voto de los ausentes Yarza y Forcén. Los disculpó diciendo que no conocía el motivo de sus ausencias, pero que habían cubierto a tiempo su expediente incluso sin estar presentes. Entre tanto, da la impresión de que los accionistas se desdicen los unos a los otros, casi siempre entre bambalinas y, a veces, a ojos de todo el mundo.
La mayoría accionarial, liderada por Alierta, busca un inversor que permita desahogar las deudas y hacer frente a las nóminas atrasadas. Por su parte, Yarza y Forcén reclaman más transparencia en unas negociaciones que cambian de mano sin que se sepan nunca las cartas. A la espera permanece un fondo de inversión destinado a arreglar las cuentas del club y los pagos postergados a los trabajadores.
La proyección del mercado ofrece muchas dudas y un temor conocido. Miguel Torrecilla intentará resolverlas mañana y parece lícito temblar ante su método. Especialmente frente a esa tendencia natural que siempre tuvo para hablar mucho y no decir casi nada. El Zaragoza no se reforzará sin ventas y en ese panorama se teme que la decisión pueda ser un defecto reincidente: traspasar a la cantera.
Para que el guión de la historia cambie quizá ha llegado el tiempo de plantear respuestas distintas a la misma pregunta. Si el club debe elegir entre comerciar con el talento novel o la experiencia, esta vez conviene apostar y creer en los de casa. Si la cúpula elige devorarse las tripas a costa del patrimonio del club, en La Romareda sonará un cántico célebre: “diles que se vayan”.