La Copa es un lugar en la historia. Un torneo fetiche. Un color especial. Y con esa descripción no es extraño que ganara el Sevilla, por mucha batalla que presentara el Zaragoza en La Romareda.
El equipo de JIM recibió a su rival con un fútbol tenso, ilusionante, espoleado quizá por el desastre en Anduva. Se ordenó mejor, ocupó bien los espacios y descubrió en poco tiempo que el sistema de tres centrales le favorece a algunas piezas estratégicas. Entre ellas a Pep Chavarría, mejor futbolista si vive sin amarres. También a Borja Sainz, que se movió con libertad, con posibilidad de rematar en la primera oportunidad y de probar su desborde en cualquier escenario.
Adrián también ofreció detalles interesantes, Zapater portó el brazalete y el escudo y Ángel López jugó sin miedos, con ganas de quedarse para siempre. En ese tiempo, diez minutos que parecieron muchos más, el Zaragoza supo mandar en La Romareda. El público se entusiasmó pronto, aplaudió los esfuerzos, creyó en la puesta en escena. El relato cambió poco después, a partir del cuarto de hora. El Sevilla se adueñó del partido, hizo temblar a través del centro y de un avance lento, pero seguro en el juego.
Mientras el Zaragoza acudía a la estrategia, el Sevilla ganaba metros en el partido. Dudó Ratón en un malentendido con Jair y lo reparó con su recorte de todos los días. Pero la reacción del Sevilla nunca fue una impresión, sino una verdad con peso en el marcador. Joules Kounde, uno de esos zagueros que hacen muchas cosas además de defender, marcó el gol más importante de todos. Ese tanto apaciguó el fútbol de un equipo lleno de intenciones, pero sin margen ni colmillo para competir ante un grande.
El inicio de la segunda parte fue esperanzador: el Zaragoza cercó al Sevilla, provocó media docena de ocasiones en las que se quedó a un dedo del empate. Todo el mundo supo entonces que el final era inevitable. Y la calidad hizo el resto. Ocampos dibujó un túnel entre las piernas de Petrovic y un pase definitivo. Lo esperaba Rafa Mir, que había salido al campo solo para ese momento. Aguantó la salida de Álvaro Ratón y resolvió con clase y suavidad. En la definición, mostró toda su calidad. En la celebración, su arrogancia. Al gol le siguieron cánticos desagradables y la poderosa sensación de que para el Zaragoza superar la eliminatoria era un imposible.
El tanto de Rafa Mir durmió al Zaragoza, lo acunó casi por completo. El equipo de JIM lo intentó ya sin demasiada fe, solo con la que puso Miguel Puche en su entrada al campo. Hay algo inexplicable en su papel en este Zaragoza. En un equipo huérfano de regate, Puche desafía a cualquiera.
El partido se cerró con una ovación generosa de La Romareda. El público valoró el encuentro de los suyos, que ofrecieron mejores modos y gestos técnicos que en la liga doméstica. Vencer era difícil, casi impensable. Especialmente porque al equipo le faltó eso que siempre le ha faltado: instinto en el remate. En todo lo demás, el Zaragoza mostró rebeldía y propósito de enmienda. Lo hizo en un torneo que fue suyo en otro tiempo y que siempre le sentó especialmente bien a La Romareda. Queda pendiente que esa imagen se traslade a Ponferrada y a una liga regular en la que ha perdido pie y argumentos. Quizá tras su derrota, el Zaragoza de JIM descubra el camino para volver a vencer.